viernes, 12 de marzo de 2010

El discurso del senador Belisario Domínguez

Señores senadores:

He tenido el honor de pedir el uso de la palabra para fundar mi voto negativo a la licencia solicitada por el señor senador licenciado Vicente Sánchez Cavito.

Los miembros de la Comisión de Puntos Constitucionales, señores senadores Guillermo Obregón y A. Valdivieso, han dado en su concienzudo informe del 2 del presente, las razones legales por las cuales no es de concederse la licencia que solicita el señor senador Sánchez Gavito, y bien que esas razones pueden ser muy suficientes para afirmar el criterio de esta H. Asamblea, decidiéndola a negar la licencia que es solicitada, juzgo oportuno aducir otro orden de razones que llamaré de actualidad y que espero reforzarán en algún tanto los razonamientos de los señores miembros de la Comisión a que acabo de referirme.

Creo, señores, que siendo el señor licenciado Sánchez Cavito, uno de los miembros prominentes del senado, no debe abandonamos en las críticas circunstancias por las que atravesamos; sus profundos conocimientos de jurisprudencia, su vasta erudición en las ciencias políticas y sociales, nos son ahora más que nunca necesarias y tendríamos que carecer de ellos, por lo menos en parte, toda vez que un nuevo empleo restaría al señor licenciado Sánchez Cavito algo del tiempo que destina a sus labores del senado.
Es cierto, señores, que existen en el seno de esta augusta Asamblea otros maestros en las mismas ciencias, que guían con sus luces al que, como yo, con conocimientos muy restringidos, sólo puede aportar el contingente de su patriotismo y de su buena voluntad, pero, señores senadores, la situación del país es de tal modo apremiante, que se necesita la unión de todos nosotros para que podamos salir avantes, subsanando las desgracias que afligen actualmente a la Patria y evitando las mayores que la amenazan.

¿No véis, señores, cuán obscura se presenta actualmente la situación del país, y cuán tenebroso parece el porvenir?

Lo primero que se nota, al examinar nuestro estado de cosas, es la profunda debilidad del Gobierno, que, teniendo por Primer Magistrado a un antiguo soldado sin los conocimientos políticos y sociales indispensables para poder gobernar a la Nación, se alucina, creyendo aparecer fuerte, por medio de actos que reprueban la civilización, y la moral universal.
Y esta política del terror, señores senadores, la practica don Victoriano Huerta, en primer lugar, porque en su criterio estrecho de viejo soldado no cree que exista otra; y en segundo, porque en razón del modo como subió al poder y de los acontecimientos que han tenido lugar durante su Gobierno, el cerebro de don Victoriano Huerta está desequilibrado y su espíritu está desorientado.

Don Victoriano Huerta padece de una constante obsesión que dificultaría y aún imposibilitaría los trabajos intelectuales de alguna importancia hasta a un hombre de talento. El espectro de su protector y amigo, traicionado y asesinado, el espectro de Madero, a veces solo y a veces acompañado del de Pino Suárez, se presenta constantemente a la vista de don Victoriano Huerta, turba su sueño, le produce terribles pesadillas y le sobrecoge el horror a la hora de sus banquetes y convivialidades.

Cuando la obsesión es más fija, don Victoriano Huerta se exaspera, y para templar su cerebro, sus nervios desfallecientes, hace un llamamiento a sus instintos más crueles, más feroces, y entonces dice a los suyos: "maten, asesinen, que sólo matando a mis enemigos, se restablecerá la paz". Y dice a don Juvencio Robles: "Marche a Morelos, dé órdenes de concentración, mate e incendie despiadadamente y acaben justos y pecadores, que sólo así tendremos paz".

No creáis que exagero, señores senadores he aquí uno de tantos artículos por el estilo, que publica en su primera plana "El Imparcial", del sábado 27 del mes próximo pasado.
"PIDEN VOLVER A SU PUEBLO LOS DEL AJUSCO.- Por disposición del señor general Juvencio Robles, entonces jefe de la División del Sur, los vecinos del pueblo del Ajusco, se vieron precisados a abandonar sus propiedades, a fin de que la campaña emprendida contra los zapatistas fuese más efectiva.

"Con fecha 17 de agosto pasado, el pueblo del Ajusco quedó vacío, y los zapatistas que habían ido a refugiarse a ese lugar, se vieron obligados a huir, temerosos de perder las vidas entre las llamas, puesto que los federales lo incendiarían.

"En grandes caravanas, los vecinos de ese pueblo emigraron a la vecina población de Tlalpan, en tanto que otros se dirigían a esta capital, y a San Andrés Toltepec, y a San Pedro Mártir, dejando abandonados sus hogares y sus propiedades.

"Como los recursos que traían los habitantes del Ajusco, se les han agotado, y las cosechas de maíz y papa están próximas a perderse, han elevado un ocurso a la Secretaría de Gobernación, solicitando se les conceda volver a sus propiedades, mediante la identificación que harán de sus personas, para comprobar que son amigos del Gobierno... "

Para que podáis juzgar, señores senadores, toda la gravedad de este artículo de "El Imparcial", que quizá para muchos lectores pasó desapercibido, os ruego que por medio del pensamiento, os coloquéis un instante en el número de esos infelices habitantes del Ajusco.

Imagináos en vuestra casita, viviendo con el día y manteniendo con vuestro trabajo a vuestra esposa, a cinco o seis chiquillos, quizá uno de pecho, a vuestro padre anciano e impotente, a vuestra madre enferma.-Bruscamente la orden de concentración.-Lleno de terror el jefe de la casa, ordena a su vez que toda la familia se ponga en movimiento, y todos apresuradamente emprenden la marcha, llevando por único bagage unos cuantos centavos, unos cuantos trapos y... nada más.

¿A dónde ir? ¿Qué camino tomar? Para los que tienen la más ligera simpatía por Zapata, no hay vacilación: ¡se van con Zapata! ¿Pero los amigos del Gobierno? ¿Qué hacen? Vacilan, se confunden en fin, hay que resolverse; para morir de hambre, lo mismo se muere en una parte que en otra. Se toma pues, el primer camino que se presenta, y se camina, se camina a la aventura, con el corazón oprimido y el espíritu sobrecogido de terror hasta llegar a un poblado. Allí, ¿quién da posada, quién da trabajo a los habitantes del Ajusco? Todos desconfían de ellos, todos temen que esos extraños puedan ser partidarios de Zapata, puedan ser espías. En resumen, todas las puertas se cierran... Dejo el resto a vuestra profunda meditación, señores senadores; meditad profundamente en lo que sufrís con vuestra familia en pueblo extraño, sin dinero, sin ropa, sin hogar y sin pan... ¿Cuántos no pereceréis en esa terrible peregrinación? Y para los que sobreviváis i cuántos tormentos os esperan para cuando al fin el Gobierno de don Victoriano Huerta os permita volver a vuestro pueblo! ¿Cómo encontraréis vuestra casita? Vuestra cosecha de maíz que está próxima a perderse, estará, cuando lleguéis a vuestro pueblo, completamente perdida. ¿Qué daréis de comer a vuestros hijitos? ¡Hierbas, raíces, tierra!

Hecha esta digresión, continuemos, señores senadores. En su constante obsesión, don Victoriano Huerta desconfía de todos y teme que todos le traicionen. Hace varios días que su gabinete está incompleto y no ha sido capaz de completarlo.

¿No pensáis, señores senadores, que esa debilidad de carácter, que esa constante vacilación, demuestran un cerebro desequilibrado y son sumamente perjudiciales al país, en las actuales gravísimas circunstancias por que atraviesa?

Además del desequilibrio producido por su constante obsesión y cuyos síntomas fueron descritos magistralmente por Shakespeare, don Victoriano Huerta está afectado de otra forma de desequilibrio; es la descripta con sin igual maestría por Cervantes: don Victoriano Huerta cree que él es el único hombre capaz de gobernar a México y de remediar todos sus 'males; ve ejércitos imaginarios, ve un ejército de 94,000 hombres bajo sus órdenes. y fenómeno curioso, que sería risible si no fuera excesivamente alarmante, el pueblo, y aún algunos miembros de las cámaras, están desempeñando ingenuamente el papel de Sancho, contagiándose con la locura de! Quijote, y ven en don Victoriano Huerta un guerrero de más empuje que Alejandro el Grande; y ven en los soldaditos de once años de la Escuela Preparatoria, veteranos más aguerridos que los de Julio César, o que los de Napoleón primero.

Esto es gravísimo, señores senadores, porque debido a esa locura, don Victoriano Huerta está provocando un conflicto internacional con los Estados Unidos de América y ese conflicto puede llevarnos a la intervención.

La intervención, oíd bien lo que es, señores senadores: es la muerte de todos los mexicanos que tengan valor, que tengan dignidad, que tengan honor. i Cobarde y miserable el mexicano que no vaya a combatir contra los americanos el día que profanen nuestro suelo! Sí, iremos a combatir, pero no con la esperanza de obtener el triunfo, porque la lucha es muy desigual, sino solamente para salvar lo que deben tener en más valía que la existencia, los hombres y las naciones: el honor. Iremos a morir para que más tarde, cuando el extranjero desembarque en nuestras playas, diga, descubriéndose al pisar nuestro suelo: "¡De mil héroes la Patria aquí fue!"

Pero, señores, antes de llegar a ese extremo, los mexicanos deben evitarlo con dignidad y prudencia y no dar motivo con sus locuras a que los americanos puedan justificar ante el mundo, una invasión a nuestra Patria. ,

Ahora bien, si don Victoriano Huerta, desequilibrado, está poniendo en inminente peligro la Patria, ¿no os toca a vosotros que estáis cuerdos señores senadores, poner un remedio a la situación?

Ese remedio es el siguiente: concederme la honra de ir comisionado por esta augusta Asamblea, a pedir a don Victoriano Huerta que firme su renuncia de Presidente de la República. Creo que el éxito es muy posible; he aquí mi plan:

Me presentaré a don Victoriano Huerta con la solicitud firmada por todos los senadores aquí presentes, y además, con un ejemplar de este discurso, y otro del que tuve la honra de presentar al señor Presidente del Senado en la sesión del 23 de septiembre.

Al leer esos documentos, lo más probable es: que llegando a la mitad de la lectura, don Victoriano Huerta pierda la paciencia, sea acometido de un arrebato de ira, y me mate. En ese caso, pues, el triunfo es seguro, porque los papeles quedarán allí y después de haberme muerto, no podrá don Victoriano Huerta resistir la curiosidad, seguirá leyendo, y cuando acabe de leer, horrorizado de su crimen, se matará él también, y la Patria se salvará.

Puede suceder también que don Victoriano Huerta sea bastante dueño de sí mismo, que tenga bastante paciencia para oír la lectura hasta el fin, y que al concluir, se ría de mi simpleza de creer que un hombre de su temple, pueda ablandarse y convencerse con mis palabras, y entonces me matará o hará de mí lo que más le cuadre. En ese caso, la Representación Nacional, sabrá a su vez lo que debe hacer.

Por último, puede darse este caso, que sería de todos el mejor: que don Victoriano Huerta tenga un momento de lucidez, comprenda la situación tal como se presenta y que firme su renuncia. Entonces al recibirla le diré: señor general don Victoriano Huerta, este acto rehabilita a usted de todas sus faltas. En nombre de la Patria, en nombre de la humanidad, en nombre de Dios Omnipotente, ruego al pueblo mexicano que olvide los errores de usted, y de hoy en adelante sólo vea en usted al hijo pródigo, al hermano que vuelve arrepentido al seno del hogar, y al cual debemos todos los mexicanos devolver nuestro cariño y consideraciones.

Con este hecho, señores senadores, también el pueblo mexicano en su magnanimidad quedará rehabilitado, ante el Mundo, ante la Historia y ante Dios, de todas sus locuras; y la paz, el orden y la prosperidad volverán a reinar en la Patria mexicana.

Espero señores senadores que no diréis que dejaréis de ocuparos hoy mismo de este asunto, por no ser el que se está tratando. Si tal cosa me dijereis, yo os respondería, señores senadores, que en estos críticos momentos, la salvación de la Patria debe ser nuestra idea fija, nuestra constante preocupación, y cuando algún medio parezca aceptable para conseguirla, no debe perderse la ocasión, hay que ponerlo en práctica inmediatamente.

Os ruego, pues, señores senadores, que os declaréis en sesión permanente y que no os separéis de este recinto, antes de poner en mis manos el pliego que debo entregar a don Victoriano Huerta.

No dudo, señores senadores, que sabréis proceder con toda la virilidad y prontitud que el caso requiere, para no exponeros a que más tarde se diga de vosotros que liarais como mujeres la pérdida de vuestra honra y de vuestra nacionalidad que no supisteis defender como hombres.

Os he dicho, señores senadores, que además de una copia de este discurso, debo llevar otra del que presenté al señor Presidente del Senado el 23 de septiembre, y para que conozcáis todos vosotros este último, vaya tener el honor de darle lectura:

Señor Presidente del Senado. Por tratarse de un asunto urgentísimo para la salud de la Patria, me veo obligado a prescindir de las fórmulas acostumbradas y a suplicar a usted se sirva dar principio a esta sesión, tomando conocimiento de este pliego, y dándolo a conocer en seguida a los señores senadores. Insisto, señor Presidente, en que este asunto debe ser conocido por el Senado y urge que el Senado lo conozca antes que nadie...

Señores senadores:

Todos vosotros habéis leído con profundo interés el informe presentado por don Victoriano Huerta, ante el Congreso de la Unión el 16 del presente.

Indudablemente, señores senadores, que lo mismo que a mí, os ha llenado de indignación el cúmulo de falsedades que encierra ese documento. ¿A quién se pretende engañar, señores? ¿Al Congreso de la Unión? No, señores; todos sus miembros son hombres ilustrados, que se ocupan de política, que están al corriente de los sucesos del país y que no pueden ser engañados sobre el particular. ¿Se pretende engañar a la Nación mexicana, a esta noble Patria, que confiando en vuestra honradez y en vuestro valor, ha puesto en vuestras manos sus más caros intereses?

¿Qué debe hacer en este caso la Representación Nacional? Corresponder a la confianza con que la Patria la ha honrado, decirle la verdad y no dejarla caer en el abismo que se abre a sus pies.

La verdad es esta: durante el Gobierno de don Victoriano Huerta, no se ha hecho nada en bien de la pacificación del país, sino que la situación actual de la República, es infinitamente peor que antes: la Revolución se ha extendido en casi todos los Estados, muchas naciones, antes buenas amigas de México rehúsanse a reconocer su Gobierno por ilegal; nuestra moneda encuéntrase depreciada en el extranjero; nuestro crédito en agonía; la prensa entera de la República amordazada o cobardemente vendida al Gobierno y ocultando sistemáticamente la verdad; nuestros campos abandonados, muchos pueblos arrasados, y por último, el hambre y la miseria en todas sus formas amenazan extenderse rápidamente en toda la superficie de nuestra infortunada Patria. ¿A qué se debe tan triste situación?

Primero, y ante todo, a que el pueblo mexicano no puede resignarse a tener por Presidente de la República a don Victoriano Huerta, al soldado que se apoderó del poder por medio de la traición y cuyo primer acto, al subir a la Presidencia, fue asesinar cobardemente al Presidente y al Vicepresidente legalmente ungidos por el voto popular, habiendo sido el primero de éstos quien colmó de ascensos, honores y distinciones a don Victoriano Huerta, y habiendo sido él igualmente a quien don Victoriano Huerta juró públicamente lealtad y fidelidad inquebrantables.

Segundo, se debe esta triste situación a los medios que don Victoriano Huerta se ha propuesto emplear para conseguir la pacificación. Esos medios ya sabéis cuáles han sido: únicamente muerte y exterminio para todos los hombres, familias y pueblos que no simpaticen con su Gobierno.

La paz se hará, cueste lo que cueste, ha dicho don Victoriano Huerta. ¿Habéis profundizado, señores senadores, lo que significan esas palabras en el criterio egoísta y feroz de don Victoriano? Esas palabras significan que don Victoriano Huerta está dispuesto a derramar toda la sangre mexicana, a cubrir de cadáveres todo el territorio nacional; a convertir en una inmensa ruina toda la extensión de nuestra Patria, con tal de que él no abandone la Presidencia, ni derrame una sola gota de su propia sangre.

En su loco afán por conservar la Presidencia, don Victoriano Huerta está cometiendo otra infamia. Está provocando con el pueblo de los Estados U nidos de América un conflicto internacional en el que, si llegara a resolverse por las armas, irían estoicamente a dar y a encontrar la muerte, todos los mexicanos sobrevivientes a las matanzas de don Victoriano Huerta, todos, menos don Victoriano Huerta, ni don Aureliano Blanquet, porque esos desgraciados están manchados con el estigma de la traición, y el pueblo y el ejército los repudiaría, llegado el caso.

Esa es en resumen, la triste realidad. Para los espíritus débiles, parece que nuestra ruina es inevitable, porque don Victoriano Huerta se ha adueñado tanto del poder, que para asegurar el triunfo en la parodia de elecciones anunciada para el 26 de octubre próximo, no ha vacilado en violar la soberanía de la mayor parte de los Estados, quitando a los gobernadores constitucionales, e imponiendo gobernadores militares que se encargarán de burlar a los pueblos por medio de farsas ridículas y criminales.

Sin embargo, señores, un supremo esfuerzo puede salvarlo todo. Cumpla con su deber la Representación Nacional y la Patria está salvada, y volverá a florecer más grande, más unida y más hermosa que nunca.

La Representación Nacional debe deponer de la Presidencia de la República a don Victoriano Huerta, por ser contra quien protestan con mucha razón todos nuestros hermanos alzados en armas y de consiguiente, por ser él quien menos puede llevar a efecto la pacificación, supremo anhelo de todos los mexicanos.

Me diréis, señores, que la tentativa es peligrosa, porque don Victoriano Huerta es un soldado sanguinario y feroz, que asesina sin vacilación ni escrúpulo a todo aquel que le sirve de obstáculo. ¡No importa, señores! La Patria os exige que cumpláis vuestro deber, aún con el peligro y aún con la seguridad de perder la existencia. Si en vuestra ansiedad de volver a ver reinar la paz en la República os habéis equivocado, habéis creído las palabras falaces de un hombre que os ofreció pacificar a la Nación en dos meses y le habéis nombrado Presidente de la República, ¿hoy que veis claramente que este hombre es un impostor inepto y malvado, que lleva a la Patria con toda velocidad hacia la ruina, dejaréis, por temor a la muerte, que continúe en el poder?

Penetrad en vosotros mismos, señores, y resolved esta pregunta: ¿Qué se diría de la tripulación de un gran navío que en la más violenta tempestad, y en un mar proceloso, nombrara piloto a un carnicero que, sin ningún conocimiento náutico, navegara por primera vez y no tuviera más recomendación que la de haber traicionado y asesinado al capitán del barco?

Vuestro deber es imprescindible, señores, y la Patria espera que sabréis cumplirlo.

Cumplido ese primer deber, será fácil a, la Representación Nacional cumplir los otros que de él se derivan, solicitándose en seguida, de todos los jefes revolucionarios que cesen toda hostilidad y nombren sus delegados para que, de común acuerdo, elijan el Presidente que deba convocar a elecciones presidenciales y cuidar que éstas se efectúen con toda legalidad.

El mundo está pendiente de vosotros, señores miembros del Congreso Nacional Mexicano, y la Patria espera que la honraréis ante el mundo, evitándole la vergüenza de tener por primer mandatario a un traidor y asesino.

Dr. B. Domínguez.-Senador por el Estado de Chiapas.

Al final de este discurso, señores senadores, existe una nota que dice:

"Urge que el pueblo mexicano conozca este discurso, para que apoye a la Representación Nacional, y no pudiendo disponer de ninguna imprenta, recomiendo a todo el que lo lea, que saque cinco o más copias, insertando también esta nota, y las distribuya a sus amigos y conocidos de la capital y de los Estados. ¡Ojalá hubiera un impresor honrado y sin miedo!"

Aquí termina la nota, señores senadores, y me es muy grato manifestar a ustedes, que ya hubo quien imprimiera este discurso. ¿Queréis saber, señores, quién lo imprimió? Voy a decíroslo, para honra y gloria de la mujer mexicana: ¡Lo imprimió una señorita!

Dr. B. Domínguez.-Senador por el Estado de Chiapas.-México, octubre de 1913.


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